Integrada por estudiantes de la facultad de “Filosofía y Humanidades” de la Universidad Nacional San Agustín de Arequipa. Nuestro propósito es establecer una forma diferente de contemplar el panorama literario desde sus disímiles variantes. Cada paso cada huella deja en el tiempo una esencia impermeable que hace del hombre la señal viva de todo cambio.
martes, 1 de septiembre de 2015
RUTAS DEL APRENDIZAJE: Veinte textos para comprensión lectora tipo ECE
RUTAS DEL APRENDIZAJE: Veinte textos para comprensión lectora tipo ECE: 20 textos para comprensión lectora dirigidos a primero y segundo grado de Educación Primaria con ítems tipo evaluación censal: narraciones c...
jueves, 8 de agosto de 2013
Luces en el bar
Creo que lo conocí primero a él—éramos vecinos—, llovía porque
nos mudamos en pleno invierno. De hecho, pienso que fue jugando al fútbol.
Siempre me pareció un tonto, de esos pocos que se alejan cuando se urde alguna
travesura y que terminan quedándose para
estropearlo todo. Cuando jugábamos al fútbol siempre que no se encontraba su
hermano terminaba por perder su balón. Lo perdía todo, incluso sus tacos de
fútbol, que por lo general se los escondíamos en el basurero o en el escritorio
del profesor. Junto con él conocí a su hermano y a Rojo…
Él era uno de esos tipos que no abundan, pero que siempre
son necesarios dentro de toda comparsa o grupo. Tristes he visto muchos. Desesperados
como Daniel ninguno. Siempre buscando sus botines, su pelota, su lapicera, sus
cuadernos y un largo etcétera. Antes de finalizar la secundaria trató de
alejarse de la banda, y por un tiempo lo logró. De pronto, al finalizar uno de nuestros
incontables partidos de fútbol, apareció para invitarnos a la fiesta de su
novia. ¡Puta! Cómo se ha puesto el Danny, dijimos. Se veía tan grande, tan
lúcido, hasta tenía hembrita. Aquella noche nos colamos en la fiesta de Lupita,
la chica de Daniel. Ella no era particularmente bonita, su rostro expresaba
poco; pero su cuerpo, ¡Que cuerpo! Era un bombón de espaldas. Tanto, que la
imaginé en mi cuarto con un vestido rojizo sentada sobre el sofá debajo de uno
de los almanaques de Tía Tula. Agosto era el mes y ella fácilmente hubiera
podido pasar por la señorita Septiembre. Era morena y por lo visto a Danny no le
hizo gracia que nos hubiéramos quedado mirándola perplejos. No dijo nada, sólo
reía. Supongo que todos tuvimos el mismo sueño.
— Tiene una hermana—. Dijo secamente Danny.
A quién le importaba la hermana. Como él no nos presentó
a nadie, terminamos contándonos nuestras desventuras en el bar de Tula. Sucedió
ahí, mientras alguien se desvestía bajo las luces de neón rojas, amarillas y
verdes del estrado. No estoy seguro, creo que todo se inició por un comentario
sobre el cuerpo de Lu… o tal vez les hablé sobre mi sueño. El caso es que cuando
él se recompuso, buscó a Lupita. Nos fuimos esa noche muy ebrios y muy tristes.
Comprendimos que Danny no volvería.
Luego desapareció Joseph. Fue un golpe duro, llegué a
extrañarlo. Rojo—como le decíamos a Raúl
Rogelio— y yo andábamos casi siempre metidos donde Tula. El tiempo y los amores
con una de las internas terminaron por separarnos. Para cuando él volvió a la banda,
yo ya no estaba interesado en las andadas, quizá porque mis padres se
divorciaban. Ahora que lo pienso, es extraño, cuando más los necesité, no los
busqué. Papá me llevó a vivir a su nueva casa.
Mucho tiempo después vi a Joseph contemplando a los tragafuegos de la calle Matará. Lo vi de
espaldas, me senté a su costado. El cuello de Joseph estaba ennegrecido. Olía a
alcohol. Su camisa parecía nunca haber sido lavada. El pantalón crema se había
vuelto de un beige muy particular, era lo único de todo lo que llevaba puesto que
parecía limpio. Él volteó a verme, pero no me habló. El semáforo cambió a verde,
la tipa que hacía de su boca un esfínter de fuego se acercó y le dio un beso
muy largo. En el momento que la vi de cerca y con las manchas negras sobre su
cuello, no pude notar ninguna expresión en su rostro. Ella sólo miraba a Joseph.
Cuando ella me miró, el semáforo cambió de color. Observé
que tenía la cara llena de sudor, se acercó, parecía afiebrada y le costó
reconocerme. Traté de entablar conversación, pero el semáforo trocó a rojo.
Luego descubrí, con menos asombro del que siento ahora, que ella y Joseph eran esposos. Trabajaban siempre en esa
esquina, y parecía que el mundo solamente existía cuando estiraban su gorra. Ella
agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su faz ennegrecida, no permitía distinguir
donde terminaba su rostro y donde comenzaba su pelo. Cuando llegó la noche, el
trabajo se hizo más intenso. No sé cómo podían soportarlo. Al terminar, los
seguí calle abajo. Las calles empedradas, las bocinas y las luces cegadoras de
los automóviles hicieron que los perdiera, o es que quizá ya los había perdido desde
antes. No volví a caminar por esa calle. Me fui pensando ese día, ¿dónde se
habrá metido? Sentí que algo en mi interior recrudecía y se ahondaba. Volví a
salir al día siguiente, tal vez para no sentirme solo. Quería dar un paseo por
el bar de Tía Tula, tomar un trago, despejar mi mente de todo aquello. Ver las
luces mezclarse en el rellano. Encontrarme con él…
Escrito por: Carlos Rodríguez Taco.
Días de feria
Autor: Carlos Rodríguez Taco.
Estoy sentado en el patio con Javier y junto con un tipo al
que no conocemos. Él tiene la mirada pegada en el letrero de estruendo-mudo,
parece escucharnos con atención. Javier es un hombre de pocas palabras, desconfiado,
flaco, con el rostro surcado de profundas arrugas. Lleva un casacón negro con
coderas de cuero que tiene un interminable cierre. Cuando lo usa, resuena más
fuerte que su voz. Él es profesor de educación básica, en un colegio estatal. Yo
soy, es decir era, un estudiante de historia. Estamos esperando a su novia.
¿Qué le
pareció la calateada de la brasileña? ¿Un bombón no cree?
Javier mira serio. Me río junto con el joven del costado,
pero él sigue serio. Su personalidad es fuerte, calmada. Los letreros empiezan
a encenderse. Desde el lugar dónde estoy veo un grupo de personas con libros en
la manos seguir atropelladamente a una sola persona.
Firuletes,
dice
Javier.
Él es…
Sí, pero
no tengo ganas de seguirlo.
Estoy parado, mirando hacía los costados. Me arden los
ojos y no hay medio de desconectar las malditas luces. Nadie las apagaría si lo
pidiera. El hombre se aleja al ver que no tenemos intención de bromear. Se
acerca a trabar conversación con un grupo de jovencitas en un stand. Las aborda
con un tono de sabelotodo. Es un libro
muy bonito, aborda los problemas existenciales de una manera muy humana, y el
mensaje que deja es tremendo. Javier se ríe, y río con él de una manera
abierta y sin tapujos. No tiene caso seguir esperando. Probamos suerte en la
sección de ofertas de estruendo-mudo. Los precios son elevadísimos, pero tienen
buenos títulos. Me encariño con la tapa de un libro de Paúl Auster, veo en el dorso el precio y me desanimo. Javier compra
el libro y piensa en prestarlo cuando termine de leerlo. Camino de manera
resuelta en busca de nuevos hallazgos y mejores precios, me topo con un libro
de fotografías de la casa de Neruda. Javier lo compra y me deja ojearlo
mientras camina.
Me siento en el paraíso, cada libro que ojeo y por el cual
muestro cierto interés, Javier termina comprándolo. Quiero retribuirle con
algo, pero no tengo nada de importancia. Diablos y justo ahora tengo los
bolsillos casi vacios. Tengo que pensar en algo, o conseguir algo para él. Quizá
si le hablo sobre historia, que la historia es algo que nunca ocurrió, escrito
por alguien que no estaba ahí. ¡Ah! Seguro no dirá nada.
¡Es ella!
No, no es…
Pero si es ella, está
conversando con un amigo o eso quiero que crea Javier. No me escuchó. Habló
unos diez minutos, más de lo que habíamos hablado antes. Comprendí un par de cosas.
Luego Javier se marchó y me dejó en medio de las luces. Esas ideas
insensibilizan mi cuerpo, como si yo no existiera. No siento dolor ni tristeza,
mucho menos soy feliz. Tengo la sensación de que ya no tuviera un cuerpo y que
me faltará una noción solida de lo que soy y de lo que represento. Es como si
estuviera perdiendo la materia y me quedará sólo el espíritu y la mente. Veo
las letras de los libros, las entiendo, trato de deletrearlas. No tengo voz,
eso parece imposible…
Arequipa, Octubre de 2012.
Luna roja
Son
casi las seis, llegó la hora. El aire es denso y vagamente dulce. Los colores
de los automóviles empiezan
a perder brillo. Lo único
que descansa es su cuerpo, en su mente miedos lo atacan de dos en dos. Él
trata de agruparlos, pero nada parece tener
sentido. ¿Certezas?, ¿sueños? Cerca, muy cerca, algunas personas arguyen, que
es mejor ir a casa. Se avecina la noche y todos caminan a prisa. Ha sido una
tarde corta. El sol casi extinto forma a lo lejos una maraña rojiza que se
difumina rápidamente.
Estoy
pensando.
Al frente mío, parejas se alejan presurosas por la penumbra,
y el sonido de las circulinas empieza a recorrer la niebla. Los faros de
algunos postes se encienden. Tonos de luces constantes rebotan en las paredes.
Pero no hay nada que necesite ser iluminado. Una sensación inconstante me recorre. Espero… presiento que
algo va a cambiar.
No
quiero llamar la atención,
pero tampoco quiero esperar. Alguien me dijo hace un tiempo, que esta era la
parte aburrida. Pensé que era una broma, y ahora mismo estoy riéndome de ella.
Nadie me observa, sin embargo yo espió a todos. Estoy recordando, tratando de hacerlo,
forzándome. Nada se me ocurre, un dolor agudo
estremece mis piernas. Tiemblo. Debe ser el frío. Trato de calmarme, sé que pasará, ya ha pasado antes.
Mientras
espero, algunas personas han comenzado a discutir por los asientos del primer
autobús. Éste se ha llenado rápidamente. Los entiendo, el apagón de hace poco nos ha dejado temerosos de todo. Ahora
observo mi reloj, aún no llega, pero no siento ningún miedo. Aquí,
la confluencia de voces me está aturdiendo. Toco mis piernas, han dejado de
temblar, y a mis manos se les ha quitado el color rojizo, propio del frío. La
niebla empieza a dispersarse mientras un automóvil rojo se estaciona en la
esquina.
Al andar, mantengo siempre una
discreta distancia, como se dicta en el manual. Con todo, mis piernas siguen
temblando, pero mis manos y la carga están casi intactas. A su vez puedo
percibir un olor completamente distinto al mío. Es fuerte, y se exterioriza rápidamente.
Cuando estoy cerca veo una pequeña abertura en la ventanilla derecha del asiento
delantero. Repliego el vidrio y estiro mis manos para soltar el morral dentro.
Hace frío. Mientras me alejo, la
niebla gris de Lima empieza a bailar en los hombros de las personas y se
entretiene oxidando el acero de los vehículos. Mis piernas quieren doblarse en dos, pero
tengo que seguir andando. Soy un soldado que finge no conocer el miedo. A pesar
de ello trato de no caminar ni muy a prisa, ni muy despacio. Al hacer todo como
en el entrenamiento, una ráfaga de aire fresco empieza a barrer de mi corazón
todas las inseguridades que me han asaltado durante estos meses. Mi mundo se
está volviendo, de pronto, rojo y claro. Claro y
rojo. Cuando el próximo
microbús pare, comenzará. Quisiera quedarme, observar, jugar con las
cenizas, para ver si de verdad esto hace cambiar en algo el mundo. Pero estaré ya lejos—esas
son las ordenes—, tal vez en el próximo paradero. Temblando de
seguro y con las pulsaciones a mil. Sólo sé que después de esta noche, una luna roja
comenzará a florecer.
Miraflores, Lima-Perú.
Confesiones de un senderista.
Febrero del 93.
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