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Acurrucados en un rincón entre cartones y plásticos viejos, dos vagabundos alcoholizados hacen el acto sexual. Él, pobre andrajo humano se deleita en su acción lasciva jadeando como un perro enloquecido. Ella, simple materia inerte, recepciona el falo ardiente sin gemido alguno. Una lluvia intensa cae sobre la ciudad en ruinas; los perros ladran; los postes eléctricos encienden sus luces; la noche se hace sórdida, ajena, lejana…En una habitación sombría, Soledad escucha en silencio ruidos de catre del cuarto contiguo, al parecer todos fornican porque el mundo se acaba y ya no hay más tiempo.
Amanece, los gallos dan sus últimos canticos matutinos, una vieja patrulla ronda los alrededores de los vetustos arrabales. El más viejo de los policías divisa a lo lejos dos cuerpos en aparente movimiento, se aproximan y descubren a un miserable sujeto violando el cuerpo de una mujer muerta.
Soledad explora su clítoris e imagina falos grandes; pequeños que la atraviesan por todos lados, “es inevitable entregarse a los placeres individuales”, recuerda a los voyeristas, exhibicionistas, masoquistas…y suspira por aquellos tiempos enajenados.
El sol arde en las veredas; los periódicos locales informan desgracias, accidentes, asesinatos…Así es la vida, tiene encanto y desencanto. A hora sólo importa levantarse, desayunar, Andar. Andar. Andar.
Escrito por:Cèvig Abrad Poe Delpul
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