viernes, 14 de diciembre de 2012

La historia de nadie



La historia no me pertenece: me la contó Pamela Torres una tarde en que nos sorprendió una lluvia recia en su casa lejos del mundo. Había llegado allí porque ese día ella no tenía más compañía que un pastor alemán que estaba próximo a la muerte.  Mi visita coincidió con la efeméride más importante de diciembre  y ese día por la mañana, mientras caminaba por una de las calles de la plaza de armas, vi a un hombre con un tocadiscos: intentaba venderlo.
No pude evitar acordarme de Pamela Torres —su padre le dejó muchos discos en un cajón—  con un sobresalto helado que me subió desde el pecho. Me acerqué al hombre:
— ¿Cuánto vale?— 
—Mire usted, está en excelentes condiciones…
Lo interrumpí:
—El precio—
El hombre acomodó el tocadiscos como si supiera que lo iba a comprar, me dijo:
—Cincuenta soles. —
Me puso el artefacto en las manos y no pude reprimir el impulso de dirigirme de inmediato donde  Pamela Torres, solitaria y pensativa en  su casa a lado del margen del rio. Su padre tenía mucho que ver con su estancia en aquel lugar; en realidad, Pamela, en ese tiempo, no se atrevía a reconocer la verdad.
Ya en su casa, cuando nos sorprendió la lluvia, tuve que mostrarle a Pamela Torres el tocadiscos que había comprado para ella.
—Es una reliquia— dijo.
Yo no pude contradecirla y advertí que  se ponía a llorar ¿Por qué?  No quise preguntárselo y la dejé mientras buscaba uno de los discos de su padre. Cuando volví se había sentado y me contó la historia.
Había salido con su padre en la misma fecha, hace diez años. Iban a devolver  un tocadiscos que no tenía la intención de comprenderse con su padre. Cuando llegaron a la ciudad encontraron a personas diferentes; los ánimos estaban exaltados, era un día en que cualquier ímpetu negativo podía ocultarse bajo una máscara prestada por la felicidad.    Su padre entró en una tienda:
—No  funciona—dijo.
El hombre que atendía revisó el artefacto y dio su veredicto:
—Usted lo ha manipulado mal.
El padre de Pamela no quiso reconocer su falta y pidió que se lo cambiaran por otro. El  hombre lo insultó: ¡No sea imbécil! no puedo hacer eso.  Pamela sintió la mano de su padre, sabía que su paciencia era muy fácil de quebrantar. En efecto le dio un golpe al vendedor y lo tiró al suelo y  le dijo:
—Vuelve a decir lo que has dicho—
El hombre,   indignado, volvió lo complació: imbécil, animal de… y antes que pudiera terminar de insultarlo, el padre de pamela lo había agarrado de la camisa y le metió un puñetazo en la boca. Alguien había llamado a un policía y enseguida se lo llevaron a la comisaria. Allí conocí a Pamela, no me dijeron nada del altercado, solo me ordenaron que llevara a la niña a su casa.
Obedecí.
 Cuando llegamos me di cuenta que la casa estaba vacía.
— ¿Solo vives con tu padre?— le pregunté
Pamela se puso a llorar. Tampoco en aquel entonces quise saber por qué, ya que no era necesario; su padre iba a pasar la noche en la comisaria. Me quedé con ella, le preparé la cena y por la noche la desperté para que viera los fuegos artificiales. Fue la noche más triste; el rumor del rio nos arrastró a sueños inverosímiles. 
 A la mañana siguiente salí temprano y compré un cachorro de pastor alemán. Cuando volví su padre  no había regresado aun y tuve la sospecha que no iba a volver nunca. Esperamos hasta la tarde pero no apareció.
Yo no sabía, esa tarde de lluvia con el tocadiscos sobre mis piernas, que todo aquello ocurrió a partir de aquel artefacto y solo me enteré, con estupefacción,  por la revelación de Pamela en medio de  los cohetes reventando en la oscuridad y rompiendo la lluvia.
 Le pedí disculpas sin embargo no recibí respuesta.
Hace unos días fui a visitarla —de este hecho mi indignación—, no era ninguna fecha especial,  pero quise pasar un tiempo con ella. Toqué durante mucho tiempo pero nadie abrió. Cuando estuve irritado por al persistencia de la puerta decidí entrar por la ventana. Subí a la habitación de Pamela y encontré al pastor alemán amarrado al ropero: pudriéndose.  Los huesos de sus cotillas salían a flote y en el fondo unos gusanos se revolvían en la desesperación de encontrar carne para comer: la pestilencia me expulsó de la habitación.
Busqué por toda la casa a Pamela sin resultado alentador. Tuve que conformarme con un papel escrito a mano —encontrado en la habitación a lado del perro carcomido—   que tenía por epígrafe:

Escrito por José  D. Bautista 

1 comentario:

  1. Qué conmovedor...carajo...

    Ganarás el Premio Planeta...no te preocupes...

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