jueves, 8 de agosto de 2013

Luces en el bar

            Creo que lo conocí primero a él—éramos vecinos—, llovía porque nos mudamos en pleno invierno. De hecho, pienso que fue jugando al fútbol. Siempre me pareció un tonto, de esos pocos que se alejan cuando se urde alguna travesura y que terminan  quedándose para estropearlo todo. Cuando jugábamos al fútbol siempre que no se encontraba su hermano terminaba por perder su balón. Lo perdía todo, incluso sus tacos de fútbol, que por lo general se los escondíamos en el basurero o en el escritorio del profesor. Junto con él conocí a su hermano y a Rojo…
            Él era uno de esos tipos que no abundan, pero que siempre son necesarios dentro de toda comparsa o grupo. Tristes he visto muchos. Desesperados como Daniel ninguno. Siempre buscando sus botines, su pelota, su lapicera, sus cuadernos y un largo etcétera. Antes de finalizar la secundaria trató de alejarse de la banda, y por un tiempo lo logró. De pronto, al finalizar uno de nuestros incontables partidos de fútbol, apareció para invitarnos a la fiesta de su novia. ¡Puta! Cómo se ha puesto el Danny, dijimos. Se veía tan grande, tan lúcido, hasta tenía hembrita. Aquella noche nos colamos en la fiesta de Lupita, la chica de Daniel. Ella no era particularmente bonita, su rostro expresaba poco; pero su cuerpo, ¡Que cuerpo! Era un bombón de espaldas. Tanto, que la imaginé en mi cuarto con un vestido rojizo sentada sobre el sofá debajo de uno de los almanaques de Tía Tula. Agosto era el mes y ella fácilmente hubiera podido pasar por la señorita Septiembre. Era morena y por lo visto a Danny no le hizo gracia que nos hubiéramos quedado mirándola perplejos. No dijo nada, sólo reía. Supongo que todos tuvimos el mismo sueño.
            — Tiene una hermana—. Dijo secamente Danny.
            A quién le importaba la hermana. Como él no nos presentó a nadie, terminamos contándonos nuestras desventuras en el bar de Tula. Sucedió ahí, mientras alguien se desvestía bajo las luces de neón rojas, amarillas y verdes del estrado. No estoy seguro, creo que todo se inició por un comentario sobre el cuerpo de Lu… o tal vez les hablé sobre mi sueño. El caso es que cuando él se recompuso, buscó a Lupita. Nos fuimos esa noche muy ebrios y muy tristes. Comprendimos que Danny no volvería.
            Luego desapareció Joseph. Fue un golpe duro, llegué a extrañarlo. Rojocomo le decíamos a Raúl Rogelio— y yo andábamos casi siempre metidos donde Tula. El tiempo y los amores con una de las internas terminaron por separarnos. Para cuando él volvió a la banda, yo ya no estaba interesado en las andadas, quizá porque mis padres se divorciaban. Ahora que lo pienso, es extraño, cuando más los necesité, no los busqué. Papá me llevó a vivir a su nueva casa.
            Mucho tiempo después vi a Joseph contemplando a los tragafuegos de la calle Matará. Lo vi de espaldas, me senté a su costado. El cuello de Joseph estaba ennegrecido. Olía a alcohol. Su camisa parecía nunca haber sido lavada. El pantalón crema se había vuelto de un beige muy particular, era lo único de todo lo que llevaba puesto que parecía limpio. Él volteó a verme, pero no me habló. El semáforo cambió a verde, la tipa que hacía de su boca un esfínter de fuego se acercó y le dio un beso muy largo. En el momento que la vi de cerca y con las manchas negras sobre su cuello, no pude notar ninguna expresión en su rostro. Ella sólo miraba a Joseph.

            Cuando ella me miró, el semáforo cambió de color. Observé que tenía la cara llena de sudor, se acercó, parecía afiebrada y le costó reconocerme. Traté de entablar conversación, pero el semáforo trocó a rojo. Luego descubrí, con menos asombro del que siento ahora, que ella y Joseph eran esposos. Trabajaban siempre en esa esquina, y parecía que el mundo solamente existía cuando estiraban su gorra. Ella agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su faz ennegrecida, no permitía distinguir donde terminaba su rostro y donde comenzaba su pelo. Cuando llegó la noche, el trabajo se hizo más intenso. No sé cómo podían soportarlo. Al terminar, los seguí calle abajo. Las calles empedradas, las bocinas y las luces cegadoras de los automóviles hicieron que los perdiera, o es que quizá ya los había perdido desde antes. No volví a caminar por esa calle. Me fui pensando ese día, ¿dónde se habrá metido? Sentí que algo en mi interior recrudecía y se ahondaba. Volví a salir al día siguiente, tal vez para no sentirme solo. Quería dar un paseo por el bar de Tía Tula, tomar un trago, despejar mi mente de todo aquello. Ver las luces mezclarse en el rellano. Encontrarme con él…

Escrito por: Carlos Rodríguez Taco.

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