Son
casi las seis, llegó la hora. El aire es denso y vagamente dulce. Los colores
de los automóviles empiezan
a perder brillo. Lo único
que descansa es su cuerpo, en su mente miedos lo atacan de dos en dos. Él
trata de agruparlos, pero nada parece tener
sentido. ¿Certezas?, ¿sueños? Cerca, muy cerca, algunas personas arguyen, que
es mejor ir a casa. Se avecina la noche y todos caminan a prisa. Ha sido una
tarde corta. El sol casi extinto forma a lo lejos una maraña rojiza que se
difumina rápidamente.
Estoy
pensando.
Al frente mío, parejas se alejan presurosas por la penumbra,
y el sonido de las circulinas empieza a recorrer la niebla. Los faros de
algunos postes se encienden. Tonos de luces constantes rebotan en las paredes.
Pero no hay nada que necesite ser iluminado. Una sensación inconstante me recorre. Espero… presiento que
algo va a cambiar.
No
quiero llamar la atención,
pero tampoco quiero esperar. Alguien me dijo hace un tiempo, que esta era la
parte aburrida. Pensé que era una broma, y ahora mismo estoy riéndome de ella.
Nadie me observa, sin embargo yo espió a todos. Estoy recordando, tratando de hacerlo,
forzándome. Nada se me ocurre, un dolor agudo
estremece mis piernas. Tiemblo. Debe ser el frío. Trato de calmarme, sé que pasará, ya ha pasado antes.
Mientras
espero, algunas personas han comenzado a discutir por los asientos del primer
autobús. Éste se ha llenado rápidamente. Los entiendo, el apagón de hace poco nos ha dejado temerosos de todo. Ahora
observo mi reloj, aún no llega, pero no siento ningún miedo. Aquí,
la confluencia de voces me está aturdiendo. Toco mis piernas, han dejado de
temblar, y a mis manos se les ha quitado el color rojizo, propio del frío. La
niebla empieza a dispersarse mientras un automóvil rojo se estaciona en la
esquina.
Al andar, mantengo siempre una
discreta distancia, como se dicta en el manual. Con todo, mis piernas siguen
temblando, pero mis manos y la carga están casi intactas. A su vez puedo
percibir un olor completamente distinto al mío. Es fuerte, y se exterioriza rápidamente.
Cuando estoy cerca veo una pequeña abertura en la ventanilla derecha del asiento
delantero. Repliego el vidrio y estiro mis manos para soltar el morral dentro.
Hace frío. Mientras me alejo, la
niebla gris de Lima empieza a bailar en los hombros de las personas y se
entretiene oxidando el acero de los vehículos. Mis piernas quieren doblarse en dos, pero
tengo que seguir andando. Soy un soldado que finge no conocer el miedo. A pesar
de ello trato de no caminar ni muy a prisa, ni muy despacio. Al hacer todo como
en el entrenamiento, una ráfaga de aire fresco empieza a barrer de mi corazón
todas las inseguridades que me han asaltado durante estos meses. Mi mundo se
está volviendo, de pronto, rojo y claro. Claro y
rojo. Cuando el próximo
microbús pare, comenzará. Quisiera quedarme, observar, jugar con las
cenizas, para ver si de verdad esto hace cambiar en algo el mundo. Pero estaré ya lejos—esas
son las ordenes—, tal vez en el próximo paradero. Temblando de
seguro y con las pulsaciones a mil. Sólo sé que después de esta noche, una luna roja
comenzará a florecer.
Miraflores, Lima-Perú.
Confesiones de un senderista.
Febrero del 93.
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