jueves, 8 de agosto de 2013

Luna roja

Son casi las seis, llegó la hora. El aire es denso y vagamente dulce. Los colores de los automóviles empiezan a perder brillo. Lo único que descansa es su cuerpo, en su mente miedos lo atacan de dos en dos. Él trata de agruparlos, pero nada parece tener sentido. ¿Certezas?, ¿sueños? Cerca, muy cerca, algunas personas arguyen, que es mejor ir a casa. Se avecina la noche y todos caminan a prisa. Ha sido una tarde corta. El sol casi extinto forma a lo lejos una maraña rojiza que se difumina rápidamente.
Estoy pensando.
            Al frente mío, parejas se alejan presurosas por la penumbra, y el sonido de las circulinas empieza a recorrer la niebla. Los faros de algunos postes se encienden. Tonos de luces constantes rebotan en las paredes. Pero no hay nada que necesite ser iluminado. Una sensación inconstante me recorre. Espero… presiento que algo va a cambiar.
            No quiero llamar la atención, pero tampoco quiero esperar. Alguien me dijo hace un tiempo, que esta era la parte aburrida. Pensé que era una broma, y ahora mismo estoy riéndome de ella. Nadie me observa, sin embargo yo espió a todos. Estoy recordando, tratando de hacerlo, forzándome. Nada se me ocurre, un dolor agudo estremece mis piernas. Tiemblo. Debe ser el frío. Trato de calmarme, sé que pasará, ya ha pasado antes.
            Mientras espero, algunas personas han comenzado a discutir por los asientos del primer autobús. Éste se ha llenado rápidamente. Los entiendo, el apagón de hace poco nos ha dejado temerosos de todo. Ahora observo mi reloj, aún no llega, pero no siento ningún miedo. Aquí, la confluencia de voces me está aturdiendo. Toco mis piernas, han dejado de temblar, y a mis manos se les ha quitado el color rojizo, propio del frío. La niebla empieza a dispersarse mientras un automóvil rojo se estaciona en la esquina.
            Al andar, mantengo siempre una discreta distancia, como se dicta en el manual. Con todo, mis piernas siguen temblando, pero mis manos y la carga están casi intactas. A su vez puedo percibir un olor completamente distinto al mío. Es fuerte, y se exterioriza rápidamente. Cuando estoy cerca veo  una pequeña abertura en la ventanilla derecha del asiento delantero. Repliego el vidrio y estiro mis manos para soltar el morral dentro.
            Hace frío. Mientras me alejo, la niebla gris de Lima empieza a bailar en los hombros de las personas y se entretiene oxidando el acero de los vehículos. Mis piernas quieren doblarse en dos, pero tengo que seguir andando. Soy un soldado que finge no conocer el miedo. A pesar de ello trato de no caminar ni muy a prisa, ni muy despacio. Al hacer todo como en el entrenamiento, una ráfaga de aire fresco empieza a barrer de mi corazón todas las inseguridades que me han asaltado durante estos meses. Mi mundo se está volviendo, de pronto, rojo y claro. Claro y rojo. Cuando el próximo microbús pare, comenzará. Quisiera quedarme, observar, jugar con las cenizas, para ver si de verdad esto hace cambiar en algo el mundo. Pero estaré ya lejos—esas son las ordenes—, tal vez en el próximo paradero. Temblando de seguro y con las pulsaciones a mil. Sólo sé que después de esta noche, una luna roja comenzará a florecer.        
Miraflores, Lima-Perú.

            Confesiones de un senderista. Febrero del 93.            

No hay comentarios:

Publicar un comentario