jueves, 26 de mayo de 2011

CUATRO SUICIDIOS Y UN EPÌGRAFE "II"

***
—Fui yo quien encontró a mi hermana muerta —prosiguió Naoko—. Ocurrió en el otoño de mi sexto año de primaria. En noviembre. Llovía, era un día sombrío. Ella estaba en tercero de bachillerato. Cuando volví de clase de piano, a las seis y media, mi madre estaba cocinando y me dijo que la cena ya estaba lista, que avisara a mi hermana. Subí a la planta superior, llamé a la puerta de su habitación y grité: «¡A cenar!». Pero no hubo respuesta; la habitación estaba en silencio. Volví a llamar a la puerta, extrañada, y la abrí. Pensaba que estaría dormida. Pero mi hermana no dormía. La encontré de pie al lado de la ventana, con el cuello doblado, ligeramente inclinado hacia un lado, y la vista clavada en el exterior. Como si estuviera reflexionando. La habitación estaba a oscuras, la luz, apagada, y todo se veía borroso. La llamé: «¿Qué haces? ¡La cena está lista!». Al decir estas palabras, me di cuenta de que ella era más alta de lo normal—¿Qué le ocurría? ¿Llevaba zapatos de tacón? ¿Se había subido a una plataforma? Me acerqué y, cuando me disponía a llamarla de nuevo, lo entendí todo. Había una cuerda sobre su cabeza. La cuerda colgaba de una viga en línea recta..., tan recta que parecía que hubiera trazado una línea con una regla. Mi hermana llevaba una blusa blanca..., sí, una blusa sencilla, como la que llevo puesta ahora..., llevaba una falda gris, y las puntas de los pies apuntaban hacia abajo, igual que en ballet te pones de puntillas. Entre las puntas de los dedos de los pies y el suelo había un espacio de unos veinte centímetros.
»Lo vi todo, hasta el último detalle. Y también le vi la cara. No pude evitarlo. Pensé que tenía que bajar, decírselo enseguida a mi madre, pensé que tenía que gritar. Pero el cuerpo no me respondía. Había cobrado una identidad propia, separada de mi conciencia. Me decía que tenía que bajar al instante, pero mi cuerpo se movió a su antojo y se dispuso a separar a mi hermana de la cuerda.
»Por supuesto, aquello no era algo que pudiera hacer una niña, y me limité a quedarme allí cinco o seis minutos de pie, atónita, con la mente en blanco. Sin comprender nada. Algo murió en mi interior. Hasta que mi madre vino a ver qué sucedía, yo permanecí allí, junto a mi hermana.

Atte:
El Marquès de Solaligue

(Extraìdo  de  la  novela  Tokio blues (Norwegian Wood)   de   Haruki  Murakami).

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