miércoles, 30 de mayo de 2012

Aquel día


Aquel día, temprano, el tiempo cambió, la calle parecía un basural. Mujeres vestidas con mamelucos, trataban de limpiar. Estaba clareando; pero estaba obscuro aún dentro de la casa. Salí a comprar el pan, luego hice hervir agua. El pan estaba seco; el agua la tome sin azúcar y sin café, para variar. Había llovido en primavera, cosa rara.
            Cuando llegué a la facultad todo lucía vacío, sin voces, ni gritos. El único ruido cercano, eran mis pisadas que resondraban las paredes de la facultad. Tomé el primer asiento y abrí el libro de turno: Papá Goriot de Balzac. Las descripciones largas no ayudaban y el sentirme solo asentó en mi la idea de marcharme lejos y pronto. De vez en cuando sentía la misma sensación. Debía pararme en medio de las clases de Teoria  e irme. La tarde seguía gris e insomne, cuando terminé de leer la descripción de la pensión, supe que estaría encerrado allí por muchos, muchísimos años.
            Luego la vi… Se había sentado a mi costado, y yo no me di cuenta hasta que estuvo cerca. Muy cerca. Las descripciones… El libro seguía en mis dedos; pero mi mirada estaba entre su chándal rojo y sus orejitas rosadas, pequeñas. Advirtió de mi inoportuno descuido y echó a reír.
            Reía y mucho. No me sentí incomodó, ni ella se incomodó cuando le pregunté su nombre. Me llamo Marla, me dijo. Luego siguió riéndose como si acabara de escuchar un buen chiste. Aunque ella no preguntó, le dije que me decían Carlos, y que estudiaba en la clase del frente. Con el dedo le señalé el rotulo de la entrada. Dejó de reírse y me dijo: ¿esto no es Industrial? Esta vez yo reí, creo que muchísimo más que ella. Puso una mueca extraña y volvió a reírse pero esta vez de mi, y de seguro de mi risa.
            La llevé a Industrial. Un sol cansino se posaba sobre nuestras cabezas. Las huellas de la lluvia se veían por todas partes. Charcos cerca de la cafetería y un gran aniego en la entrada. Dimos un rodeo hasta que llegamos a una entrada totalmente seca. La entrada estaba cerrada y no sé si fue azar del destino que aquello pasara. Volvimos al largo asiento y no paramos de reírnos hasta que volvió a llover.
            Nos fuimos caminando bajo la lluvia como una de esas parejas de enamorados de novelas cursis. No importaba el hecho que fuéramos unos completos desconocidos. La lluvia calmo nuestros ánimos. Nos tomamos de las manos y caminamos por horas. Cuando el orvallo amaino estábamos en la puerta de su casa.
            Cogió la llave de su bolso, y entramos. Su chándal rojo empapado fue lo primero que se quitó. Me senté a verla desde la puerta del dormitorio. Luego abrió todos los gabinetes de la cocina y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos. Encendió uno y me ofreció otro. Dije: “no, no fumo”.
            Aquel día por la tarde el tiempo volvió a la normalidad. Las calles lucían limpias. Desde la ventana se veían personas salpicadas por  charcos de agua. Preparé café y esta vez le eché azúcar.
            Aquella tarde hicimos el amor.

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