Aquel día, temprano, el tiempo
cambió, la calle parecía un basural. Mujeres vestidas con mamelucos, trataban
de limpiar. Estaba clareando; pero estaba obscuro aún dentro de la casa. Salí a
comprar el pan, luego hice hervir agua. El pan estaba seco; el agua la tome sin
azúcar y sin café, para variar. Había llovido en primavera, cosa rara.
Cuando
llegué a la facultad todo lucía vacío, sin voces, ni gritos. El único ruido
cercano, eran mis pisadas que resondraban las paredes de la facultad. Tomé el
primer asiento y abrí el libro de turno: Papá
Goriot de Balzac. Las descripciones largas no ayudaban y el sentirme solo
asentó en mi la idea de marcharme lejos y pronto. De vez en cuando sentía la
misma sensación. Debía pararme en medio de las clases de Teoria e irme. La tarde
seguía gris e insomne, cuando terminé de leer la descripción de la pensión,
supe que estaría encerrado allí por muchos, muchísimos años.
Luego
la vi… Se había sentado a mi costado, y yo no me di cuenta hasta que estuvo
cerca. Muy cerca. Las descripciones… El libro seguía en mis dedos; pero mi
mirada estaba entre su chándal rojo y sus orejitas rosadas, pequeñas. Advirtió
de mi inoportuno descuido y echó a reír.
Reía
y mucho. No me sentí incomodó, ni ella se incomodó cuando le pregunté su nombre.
Me llamo Marla, me dijo. Luego siguió riéndose como si acabara de escuchar un
buen chiste. Aunque ella no preguntó, le dije que me decían Carlos, y que
estudiaba en la clase del frente. Con el dedo le señalé el rotulo de la
entrada. Dejó de reírse y me dijo: ¿esto no es Industrial? Esta vez yo reí,
creo que muchísimo más que ella. Puso una mueca extraña y volvió a reírse pero
esta vez de mi, y de seguro de mi risa.
La
llevé a Industrial. Un sol cansino se posaba sobre nuestras cabezas. Las
huellas de la lluvia se veían por todas partes. Charcos cerca de la cafetería y
un gran aniego en la entrada. Dimos un rodeo hasta que llegamos a una entrada
totalmente seca. La entrada estaba cerrada y no sé si fue azar del destino que
aquello pasara. Volvimos al largo asiento y no paramos de reírnos hasta que
volvió a llover.
Nos
fuimos caminando bajo la lluvia como una de esas parejas de enamorados de
novelas cursis. No importaba el hecho que fuéramos unos completos desconocidos.
La lluvia calmo nuestros ánimos. Nos tomamos de las manos y caminamos por
horas. Cuando el orvallo amaino estábamos en la puerta de su casa.
Cogió
la llave de su bolso, y entramos. Su chándal rojo empapado fue lo primero que
se quitó. Me senté a verla desde la puerta del dormitorio. Luego abrió todos
los gabinetes de la cocina y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las
comidas empaquetadas, los vasos, las tazas y los platos, las cacerolas y las
sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y
masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme,
con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de
una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos. Encendió
uno y me ofreció otro. Dije: “no, no fumo”.
Aquel
día por la tarde el tiempo volvió a la normalidad. Las calles lucían limpias.
Desde la ventana se veían personas salpicadas por charcos de agua. Preparé café y esta vez le
eché azúcar.
Aquella
tarde hicimos el amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario