SAQUÉ una coca-cola del frigorífico, me senté a la mesa y la bebí. Estaba tan
fría que me pregunté si llevaría medio año dentro de la nevera. Sobre la mesa tenía
un pequeño cenicero de color marrón, un periódico—abierto en la sección
deportiva—y una salsera con salsa tártara, papel de notas y un bolígrafo; en el
papel había anotado números de teléfono y unas frases sin sentido aparente. Tenía
distintas maneras de ocupar mi pensamiento mientras estaba despierto, tratando
de no dormir. Escribía muchas veces sobre hojas de papel periódico, sobre tapas
de libros o sobre cuadraditos de papel higiénico—mal habito, lo sé—. Pocas
veces, muy pocas me fijaba en lo que escribía, sobre quién o qué. Entre sorbo y
sorbo de coca-cola fría, noté que las
palabras más repetidas, eran en realidad el nombre de una mujer y de un lugar.
Un nombre que realmente me asusta, ¿cómo
habría llegado a esa hoja en particular? No lo sé, mi memoria es esquiva para
recordar nombres y rostros, excepto un nombre y un rostro… De repente recordé perfectamente
el nombre: Du… y quise huir de ese pensamiento.
Al instante y ya sin poder
deshacerme de Du… Sentí que mi alma, si es que tengo alma, se desprendía y volaba
al cielo como un ventarrón alucinante hasta encontrarse con figuras incoloras
enormes y flexibles. Debajo de esas nubes avanza el polvo raudo y veloz. La
trocha polvorienta se extingue en los trigales. Frente a las pesadas nubes
grises, otras más livianas flotan cerca de montañas ennegrecidas por la letanía.
Aquellas son de un claro hermoso, etéreas, inalcanzables.
El viento frío al pasar por los
trigales provoca una melodía hermosa. Yo, mis zapatos sucios y ella, dos o tres
pasos adelante mío agitada por la brisa, rauda y veloz. El sol no parecía
desalentarla. Tras quince minutos de caminata, tenía la espalda bañada en
sudor, así que me quité la gruesa camisa de algodón y me quedé en camiseta. Du…
se había subido hasta los codos las mangas de la chaqueta de su chándal color
perla. Tenía la impresión de haberla visto enfundada en un chándal parecido
mucho tiempo antes, pero no estaba seguro. En aquella época no eran muchos los
momentos que habíamos pasado juntos.
El sol baja. Ya sólo estará una hora
por encima del horizonte, por encima de la rápida caída de la tarde de primavera.
Ella está sentada al borde del camino, con la cabeza alzada. Su rostro es grave
e imbatible. Su mano se extravía en su bolso, su vista está atenta al frente.
Su voz es calmada, apacible.
— Tendremos que esperar un poco
más—. Mientras aparece cual acto de magia del bolso una Coca-Cola.
— ¿Tardara mucho?—. Asiente con la
cabeza, mientras gira distraídamente la tapa.
Observo tranquilo el horizonte con los zapatos polvorientos, y mi camiseta
blanca, austera y sudada. La pinta de vagabundo es notoria y sin embargo no soy
exactamente un vagabundo.
Los dos nos volvimos, nos miramos sin
decir nada, conservando cierta conversación gesticular. Un ademan con los dedos
y una mueca con la boca. Podrían haberse interpretado como: ¿seguiremos esperando?, quizá ya haya
pasado, mejor volver caminando.
Las espigas de trigo al lado del
camino se balancean lentamente al compás del viento de Octubre, provocando un
sonido gutural. Las nubes pequeñas y esbeltas adornan las montañas empinadas,
lejanas, inmensas. Las hojas secas de los arboles flotan alrededor nuestro,
confundiéndose con el polvo. El viento susurrando mediante las espigas y
nosotros sin nada que decir.
—Mira—,
dice. Señala unos pájaros rojos que se han posado en la copa de un árbol. Se
ríe y, extrañamente empieza a llorar. Los dos pájaros alzan vuelo, despedidos
por el llanto, y por el viento.
Du… de pronto se calma, lanza la coca-cola al aire como librándose de un
pensamiento fútil. Estira las piernas y se acerca a mí. Con paso firme y
seguro, cierra el puño. Va a golpearme.
—Eso de que alguien proteja
eternamente a alguien... es imposible. No lo tomes a mal. Nunca te creí. Después
de contemplar ciertas cosas o una cosa hay que cambiar de vida.
Yo pensaba en Du… y no se me iba de la cabeza,
el tono áspero de su voz al decir te
quiero. El sabor dulzón de sus labios cuando se negaba a hacer el amor,
eran sus momento diabólico más logrado.
Recuerdo que ella prosiguió la
marcha sin más, en silencio. La luz del otoño se filtraba a través de las copas
de los árboles y danzaba sobre los hombros de su chaqueta. Volvió a oírse el paso
del viento sobre las espigas, ahora más cercano. Una nube de polvo acercándose
rauda, veloz, interrumpió el momento.
Du… se subió a un colectivo de latón
café que llevaba en la parte delantera un mensaje alusivo a la Virgen de las Peñas (Guíame Virgencita)
Yo quise seguirla, pero me detuvo con su mirada histriónica y su risa
conflictiva. No quería una escena, me senté en cuclillas a esperar. Pensando y
escribiendo con el índice en la tierra, un nombre, una y otra vez. Du… Duba…
Dubaliett. Cuando el sol empezó a perderse entre las colinas, comprendí que no
podía seguir así y volví a casa caminando.
Tarde tres horas en volver.
Un vientecillo débil soplaba del
este; eran las cinco de la tarde, saqué una coca-cola
más, me senté a la mesa y la bebí. Ahora que lo pienso, nunca llegué a conocerla
del todo. Ni sus risas y sollozos inoportunos me daban una idea exacta de cómo
se sentía. A veces creía que todo aquello lo hacía con un afán solapado de
molestarme, de darme a entender que no me quería. Otras veces pienso que era su
forma de divertirse ¿Pero divertirse de esa manera? ¿Jugando a dejarme? Lo más
factible—me digo—de seguro, es que, Dubaliett nunca me amó.
Destapo una cerveza y tiro al tacho las
anotaciones…
Escrito por Hideki
Escrito por Hideki
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