martes, 13 de noviembre de 2012

ANOTACIONES


            SAQUÉ una coca-cola del frigorífico, me senté a la mesa y la bebí. Estaba tan fría que me pregunté si llevaría medio año dentro de la nevera. Sobre la mesa tenía un pequeño cenicero de color marrón, un periódico—abierto en la sección deportiva—y una salsera con salsa tártara, papel de notas y un bolígrafo; en el papel había anotado números de teléfono y unas frases sin sentido aparente. Tenía distintas maneras de ocupar mi pensamiento mientras estaba despierto, tratando de no dormir. Escribía muchas veces sobre hojas de papel periódico, sobre tapas de libros o sobre cuadraditos de papel higiénico—mal habito, lo sé—. Pocas veces, muy pocas me fijaba en lo que escribía, sobre quién o qué. Entre sorbo y sorbo de coca-cola fría, noté que las palabras más repetidas, eran en realidad el nombre de una mujer y de un lugar.
            Un nombre que realmente me asusta, ¿cómo habría llegado a esa hoja en particular? No lo sé, mi memoria es esquiva para recordar nombres y rostros, excepto un nombre y un rostro… De repente recordé perfectamente el nombre: Du… y quise huir de ese pensamiento.
            Al instante y ya sin poder deshacerme de Du… Sentí que mi alma, si es que tengo alma, se desprendía y volaba al cielo como un ventarrón alucinante hasta encontrarse con figuras incoloras enormes y flexibles. Debajo de esas nubes avanza el polvo raudo y veloz. La trocha polvorienta se extingue en los trigales. Frente a las pesadas nubes grises, otras más livianas flotan cerca de montañas ennegrecidas por la letanía. Aquellas son de un claro hermoso, etéreas, inalcanzables.
            El viento frío al pasar por los trigales provoca una melodía hermosa. Yo, mis zapatos sucios y ella, dos o tres pasos adelante mío agitada por la brisa, rauda y veloz. El sol no parecía desalentarla. Tras quince minutos de caminata, tenía la espalda bañada en sudor, así que me quité la gruesa camisa de algodón y me quedé en camiseta. Du… se había subido hasta los codos las mangas de la chaqueta de su chándal color perla. Tenía la impresión de haberla visto enfundada en un chándal parecido mucho tiempo antes, pero no estaba seguro. En aquella época no eran muchos los momentos que habíamos pasado juntos.
            El sol baja. Ya sólo estará una hora por encima del horizonte, por encima de la rápida caída de la tarde de primavera. Ella está sentada al borde del camino, con la cabeza alzada. Su rostro es grave e imbatible. Su mano se extravía en su bolso, su vista está atenta al frente. Su voz es calmada, apacible.
            — Tendremos que esperar un poco más—. Mientras aparece cual acto de magia del bolso una Coca-Cola.
            — ¿Tardara mucho?—. Asiente con la cabeza, mientras gira distraídamente la tapa. Observo tranquilo el horizonte con los zapatos polvorientos, y mi camiseta blanca, austera y sudada. La pinta de vagabundo es notoria y sin embargo no soy exactamente un vagabundo.
            Los dos nos volvimos, nos miramos sin decir nada, conservando cierta conversación gesticular. Un ademan con los dedos y una mueca con la boca. Podrían haberse interpretado como: ¿seguiremos esperando?, quizá ya haya pasado, mejor volver caminando.
            Las espigas de trigo al lado del camino se balancean lentamente al compás del viento de Octubre, provocando un sonido gutural. Las nubes pequeñas y esbeltas adornan las montañas empinadas, lejanas, inmensas. Las hojas secas de los arboles flotan alrededor nuestro, confundiéndose con el polvo. El viento susurrando mediante las espigas y nosotros sin nada que decir.
            —Mira—, dice. Señala unos pájaros rojos que se han posado en la copa de un árbol. Se ríe y, extrañamente empieza a llorar. Los dos pájaros alzan vuelo, despedidos por el llanto, y por el viento.
            Du… de pronto se calma, lanza la coca-cola al aire como librándose de un pensamiento fútil. Estira las piernas y se acerca a mí. Con paso firme y seguro, cierra el puño. Va a golpearme.
            —Eso de que alguien proteja eternamente a alguien... es imposible. No lo tomes a mal. Nunca te creí. Después de contemplar ciertas cosas o una cosa hay que cambiar de vida.
             Yo pensaba en Du… y no se me iba de la cabeza, el tono áspero de su voz al decir te quiero. El sabor dulzón de sus labios cuando se negaba a hacer el amor, eran sus momento diabólico más logrado.
            Recuerdo que ella prosiguió la marcha sin más, en silencio. La luz del otoño se filtraba a través de las copas de los árboles y danzaba sobre los hombros de su chaqueta. Volvió a oírse el paso del viento sobre las espigas, ahora más cercano. Una nube de polvo acercándose rauda, veloz, interrumpió el momento.
            Du… se subió a un colectivo de latón café que llevaba en la parte delantera un mensaje alusivo a la Virgen de las Peñas (Guíame Virgencita) Yo quise seguirla, pero me detuvo con su mirada histriónica y su risa conflictiva. No quería una escena, me senté en cuclillas a esperar. Pensando y escribiendo con el índice en la tierra, un nombre, una y otra vez. Du… Duba… Dubaliett. Cuando el sol empezó a perderse entre las colinas, comprendí que no podía seguir así y volví a casa caminando.
            Tarde tres horas en volver.
            Un vientecillo débil soplaba del este; eran las cinco de la tarde, saqué una coca-cola más, me senté a la mesa y la bebí. Ahora que lo pienso, nunca llegué a conocerla del todo. Ni sus risas y sollozos inoportunos me daban una idea exacta de cómo se sentía. A veces creía que todo aquello lo hacía con un afán solapado de molestarme, de darme a entender que no me quería. Otras veces pienso que era su forma de divertirse ¿Pero divertirse de esa manera? ¿Jugando a dejarme? Lo más factible—me digo—de seguro, es que, Dubaliett nunca me amó.
            Destapo una cerveza y tiro al tacho las anotaciones…

Escrito por Hideki

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