La historia no me pertenece: me la contó Pamela
Torres una tarde en que nos sorprendió una lluvia recia en su casa lejos del mundo.
Había llegado allí porque ese día ella no tenía más compañía que un pastor
alemán que estaba próximo a la muerte.
Mi visita coincidió con la efeméride más importante de diciembre y ese día por la mañana, mientras caminaba
por una de las calles de la plaza de armas, vi a un hombre con un tocadiscos: intentaba
venderlo.
No pude evitar acordarme de Pamela Torres —su padre
le dejó muchos discos en un cajón— con
un sobresalto helado que me subió desde el pecho. Me acerqué al hombre:
— ¿Cuánto vale?—
—Mire usted, está en excelentes condiciones…
Lo interrumpí:
—El precio—
El hombre acomodó el tocadiscos como si supiera que
lo iba a comprar, me dijo:
—Cincuenta soles. —
Me puso el artefacto en las manos y no pude reprimir
el impulso de dirigirme de inmediato donde Pamela Torres, solitaria y pensativa en su casa a lado del margen del rio. Su padre tenía
mucho que ver con su estancia en aquel lugar; en realidad, Pamela, en ese
tiempo, no se atrevía a reconocer la verdad.
Ya en su casa, cuando nos sorprendió la lluvia, tuve
que mostrarle a Pamela Torres el tocadiscos que había comprado para ella.
—Es una reliquia— dijo.
Yo no pude contradecirla y advertí que se ponía a llorar ¿Por qué? No quise preguntárselo y la dejé mientras
buscaba uno de los discos de su padre. Cuando volví se había sentado y me contó
la historia.
Había salido con su padre en la misma fecha, hace
diez años. Iban a devolver un tocadiscos
que no tenía la intención de comprenderse con su padre. Cuando llegaron a la
ciudad encontraron a personas diferentes; los ánimos estaban exaltados, era un
día en que cualquier ímpetu negativo podía ocultarse bajo una máscara prestada
por la felicidad. Su padre entró en una tienda:
—No
funciona—dijo.
El hombre que atendía revisó el artefacto y dio su
veredicto:
—Usted lo ha manipulado mal.
El padre de Pamela no quiso reconocer su falta y
pidió que se lo cambiaran por otro. El
hombre lo insultó: ¡No sea imbécil! no puedo hacer eso. Pamela sintió la mano de su padre, sabía que
su paciencia era muy fácil de quebrantar. En efecto le dio un golpe al vendedor
y lo tiró al suelo y le dijo:
—Vuelve a decir lo que has dicho—
El hombre,
indignado, volvió lo complació: imbécil, animal de… y antes que pudiera
terminar de insultarlo, el padre de pamela lo había agarrado de la camisa y le
metió un puñetazo en la boca. Alguien había llamado a un policía y enseguida se
lo llevaron a la comisaria. Allí conocí a Pamela, no me dijeron nada del altercado,
solo me ordenaron que llevara a la niña a su casa.
Obedecí.
Cuando
llegamos me di cuenta que la casa estaba vacía.
— ¿Solo vives con tu padre?— le pregunté
Pamela se puso a llorar. Tampoco en aquel entonces
quise saber por qué, ya que no era necesario; su padre iba a pasar la noche en
la comisaria. Me quedé con ella, le preparé la cena y por la noche la desperté
para que viera los fuegos artificiales. Fue la noche más triste; el rumor del
rio nos arrastró a sueños inverosímiles.
A la mañana
siguiente salí temprano y compré un cachorro de pastor alemán. Cuando volví su
padre no había regresado aun y tuve la
sospecha que no iba a volver nunca. Esperamos hasta la tarde pero no apareció.
Yo no sabía, esa tarde de lluvia con el tocadiscos
sobre mis piernas, que todo aquello ocurrió a partir de aquel artefacto y solo
me enteré, con estupefacción, por la
revelación de Pamela en medio de los
cohetes reventando en la oscuridad y rompiendo la lluvia.
Le pedí
disculpas sin embargo no recibí respuesta.
Hace unos días fui a visitarla —de este hecho mi
indignación—, no era ninguna fecha especial,
pero quise pasar un tiempo con ella. Toqué durante mucho tiempo pero
nadie abrió. Cuando estuve irritado por al persistencia de la puerta decidí
entrar por la ventana. Subí a la habitación de Pamela y encontré al pastor
alemán amarrado al ropero: pudriéndose.
Los huesos de sus cotillas salían a flote y en el fondo unos gusanos se
revolvían en la desesperación de encontrar carne para comer: la pestilencia me
expulsó de la habitación.
Busqué por toda la casa a Pamela sin resultado
alentador. Tuve que conformarme con un papel escrito a mano —encontrado en la
habitación a lado del perro carcomido— que tenía por epígrafe:
Escrito por José D. Bautista
Qué conmovedor...carajo...
ResponderEliminarGanarás el Premio Planeta...no te preocupes...
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